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Elite Club

Apertura del programa «Guetap» -9/Diciembre- con Reynaldo Sietecase. Conducido por Reynaldo Sietecase en Radio Vorterix.

Elite Club
Bienvenido a la ciudad de los sueños perdidos, a las calles donde todo puede suceder. Fica leve y dejate llevar por el ritmo. Niños de doce que manejan calibres 38. La coca volando por los morros. Mujeres increíbles huyendo hacia el olvido. Curaciones bajo el mágico influjo del candomblé. Ofrendas en la playa, aguardiente y comida para el santo. Asesinatos por un par de zapatillas o un reloj. Amor a destajo en cualquier sitio. El Elite Club es un refugio en el desierto, una tregua inventada para los solos del mundo.

Hace medio siglo un conocido periodista carioca ingresó al Elite, subió la escalera que da a la Rua Frei Caneca en el centro de Río de Janeiro, tambaleándose. Había bebido media docena de cervezas y varias caipirinhas en un bar de Santa Teresa. Sus poros hedían cachaça. La orquesta navegaba sobre un bolero cadencioso. Uno de los camareros lo tomó del brazo, el periodista quiso resistirse pero sus piernas ya no le respondían. Lo echaron del Club a la vista de todos. Despertó al mediodía siguiente acompañado por la resaca y la humillación. Una vez en el diario percutió en el teclado un furibundo artículo contra el Elite, “un club donde se repiten innumerables gaffes (del francés gaffe, error, torpeza, metida de pata)”. El dueño del Elite dobló el periódico y dirigió una amplia sonrisa a su personal que esperaba una reacción violenta. “Gaffe es una linda palabra”, dijo, y el mito de las gafieiras comenzó a disputarse las noches tropicales del Brasil.

Desde aquel incidente fueron denominados gafieiras los clubes nocturnos donde la danza es el atajo perfecto para el amor y lo único indispensable son las palabras que se dicen al oído. A sesenta y tres años de su inauguración, todavía no puedo determinar qué rara fuerza me empujó a la intersección de Frei Caneca y la Rua da República donde se levanta el Elite Club. No sé por qué esa noche no fui al Canecao a escuchar a Caetano Veloso. La razón por la que no fui al Circo Voador para mover las piernas al son del reggae resulta un misterio aún mayor.

Enfundada en un estrecho vestido rojo, una morena robusta de sexo indescifrable distribuye las entradas con avaricia, franquea la entrada del Elite por cincuenta mil cruzeiros como si entregara a un pecador las llaves del Paraíso. Sobre su cabeza, un cartel de papel pintado afirma: “El cuerpo precisa la danza, como el alma la esperanza”. Evito soltar mi portugués de pésimo acento y le alcanzo un billete. La gorda me susurra “Tenés suerte, hoy es baile de paqueras”. Más tarde me enteraré de que se trata del baile del enamoramiento, para formar nuevas parejas. Es jueves ―quinta feira― día ideal para morir en París con aguacero. Pero aquí, en el Elite, la muerte es una dama sentada a la espera de su samba preferido.

Entro a la semipenumbra del Club, las únicas luces son rojas. La vida es roja en Río. Un mozo de chaleco me acompaña, me siento en la segunda fila de mesas que rodean la pista. Me atiende el poeta Sergio Alves, devenido empleado gastronómico por obra y gracia de su compadre, Joao Batista, otro poeta que administra y hace las veces de presentador en el Elite. Bebo la primera caipirinha de la noche y descubro el extraño centro de mesa frente a mi nariz: un pequeño mástil con dos banderas: una verde y otra roja. Sergio Alves me devela el misterio: cuando el ocupante de la mesa busca pareja, retira del tosco mástil el banderín rojo y deja izado el verde. Mi sonrisa se interrumpe cuando el poeta-mozo se aprovecha de mi sorpresa y se lleva el banderín colorado. Confío en la oscuridad y me digo que la gafieira podría bancarse una buena historia.

La segunda caipirinha no había arribado a mi mesa ―la número 43― cuando sorprendo a un tipo alto, de unos cuarenta años, moviendo la cabeza como invitándome a bailar. Meneo la mía, incómodo, en sentido contrario. Por las dudas refuerzo la negativa con un rápido movimiento del índice. El tipo desaparece. La banda ataca ahora con una bossa nova. Me siento en el Río de los años cincuenta. Trompetas, guitarra, bajo y percusión. Con menos narcos y más prostitutas y malandros.

Bebo más. El golpe en el hombro me devuelve los ojos a la pista. Una mujer morena me extiende la mano. “El que duda no ama”, recuerdo que dijo garcía Márquez. Me aferro de sus dedos y camino con ella hacia el centro del salón. Se cuelga de mis hombros con delicadeza y al instante descubre la torpeza de mi cuerpo. Un samba de Vinicius es desflecado a conciencia por la banda. Trato de no pisarla. “No bailo bien”, me disculpo, al tiempo que percibo su aliento dulce. “Fica leve”, dice, y comienza a guiarme.

Como en un carrusel veo las caras a mi alrededor, danzarines singulares que no muestran piedad por mis pasos en falso. “Fica leve”, ordena ahora mi compañera y, deliberadamente, apoya en mi pubis su entrepierna. Me dejo llevar, la aprieto contra mi cuerpo y giramos. Todo se mueve, el cielo raso con arañas de cristal, el piso de madera, las mesas con sus estúpidas banderas. Siento deseos de parar, siento deseos de tomarla del cabello, siento deseos de besarla. “Fica leve”, repite con firmeza.

La vida por Tom Jobim. “Eu sei que vou te amar”. Ahora ya no quiero detenerme, su olor lo invade todo. Se sobrepone al humo y al sudor, a los cometas y las mariposas. Tal vez bebí de más. Con el último acorde, la mujer desaparece y yo vuelvo derrotado a la mesa 43. La busco en la penumbra roja del salón hasta que mi miopía anuncia la derrota de los ojos. Joao Batista agradece desde el escenario y anuncia los próximos bailes de la semana. Mixtura chistes sobre el hambre y el sexo de los brasileños, es su capacidad de síntesis. Apoyo los labios en la cuarta “caipira”. Esta vez la banda suma a una vocalista que suelta la voz como Gal Costa. Todo en la dulzura del alcohol.

Vuelvo a verla. Está en mitad de la gafieira. Me abro paso entre las mesas y llego hasta su cuerpo. “Vou a ficar leve”, le prometo, y empezamos a movernos suavemente.

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